domingo, 11 de octubre de 2015

Las lecciones del Holocausto

Un nuevo y provocador ensayo, "Tierra negra", reexamina la barbarie de la II Guerra Mundial y establece paralelismos con la actual amenaza climática.

por Timothy Snyder

Describir a Hitler como un antisemita o un racista antieslavo es subestimar el potencial de las ideas nazis: no eran prejuicios extremistas por casualidad, sino más bien emanaciones de una cosmovisión coherente que contenía el potencial para cambiar el mundo. Su refundición de la política y la ciencia le permitía plantear los problemas políticos como si fuesen científicos y los científicos, como políticos. De ese modo se situaba en el centro del círculo e interpretaba todos los datos en función de su proyecto de un mundo perfecto de derramamiento de sangre racial que sólo se veía corrompido por la influencia humanizadora de los judíos. Mediante la presentación de los judíos como un defecto ecológico responsable de la discordia en el planeta, Hitler canalizó las tensiones inevitables de la globalización. La única ecología sensata consistía en eliminar a un enemigo político; la única política sensata consistía en purificar la Tierra.

Si Hitler no hubiese iniciado la guerra mundial que lo empujó a su propio suicidio, habría vivido para ver el día en el que el problema de Europa no fuese la escasez de alimentos, sino los excedentes. La ciencia ha proporcionado alimentos con tanta rapidez y en tanta abundancia que las ideas hitlerianas sobre la lucha perdieron buena parte de su resonancia.

En 1989, unos cien años después del nacimiento de Hitler, los precios mundiales de los alimentos eran la mitad que en 1939 -cuando él inició la II Guerra Mundial-, a pesar del enorme incremento de la población mundial y, por lo tanto, de la demanda.

La idea del auxilio nos parece cercana; la ideología del asesinato, lejana. El pánico ecológico, la destrucción del Estado, el racismo colonial y el antisemitismo global pueden resultar exóticos. La mayoría de las personas en Europa y Norteamérica viven en Estados funcionales donde se dan por descontados los elementos básicos de soberanía que preservaron las vidas de los judíos y de otras personas durante la guerra: la política exterior, la ciudadanía y la burocracia. Después de dos generaciones, la revolución verde [término que refleja el importante incremento de la productividad agrícola entre 1940 y 1970] ha eliminado el miedo al hambre de las emociones de los votantes y de los discursos de los políticos. Expresar abiertamente ideas antisemitas es un tabú en gran parte de Occidente. Alejados del nacionalsocialismo por el tiempo y la fortuna, nos es fácil rechazar las ideas nazis sin contemplar cómo funcionaron. Nuestra mala memoria nos convence de que somos diferentes de los nazis al ocultar los aspectos en que somos iguales.

Después de que la lucha de Hitler por el Lebensraum [espacio vital] fracasara con la derrota final alemana en 1945, la revolución verde satisfizo la demanda en Europa y en gran parte del mundo, proporcionando no sólo los alimentos necesarios para la mera supervivencia física, sino una sensación de seguridad y unas expectativas de plenitud. Sin embargo, ninguna solución científica es eterna; la decisión política de apoyar a la ciencia permite ganar tiempo, pero no garantiza que las decisiones futuras sean las buenas. Es posible que nos estemos aproximando a otro momento decisivo, de algún modo similar al que los alemanes afrontaron en los años treinta.

Puede que la revolución verde, quizás el adelanto que más distingue a nuestro mundo del de Hitler, se esté acercando a su techo. Esto se debe no tanto a que haya demasiadas personas en la Tierra como a que un número cada vez mayor de sus habitantes exigen provisiones de alimentos cada vez mayores y con más garantías. La producción mundial de cereales por cápita alcanzó su nivel máximo en la década de 1980. En 2003, China, el país más poblado del mundo, se convirtió en importador neto de cereales. En el siglo XXI, las reservas mundiales de cereales jamás han sobrepasado unos cuantos meses de suministro. Durante el caluroso verano y las sequías de 2008, los incendios en los campos de cultivo obligaron a los principales proveedores de alimentos a interrumpir totalmente las exportaciones, y se produjeron motines populares en Bolivia, Camerún, Costa de Marfil, Egipto, Haití, Indonesia, Mauritania, Mozambique, Senegal, Uzbekistán y Yemen. En 2010, los precios de los productos agrícolas se volvieron a disparar, lo que ocasionó protestas, revueltas, limpiezas étnicas y la revolución en Oriente Próximo.

Aunque no es probable que en el mundo se agoten los alimentos por completo, sí es posible que las sociedades más ricas vuelvan a preocuparse por las provisiones futuras. Sus élites podrían verse de nuevo frente a decisiones sobre cómo definir la relación entre la política y la ciencia. Como Hitler demostró, la fusión de las dos abre una vía a una ideología que puede parecer explicar y resolver la sensación de pánico.

En un contexto de masacres similar al Holocausto, puede que los líderes de un país desarrollado se dejasen llevar o indujesen el pánico ante una escasez futura y actuasen de forma preventiva, señalando a un grupo humano como fuente del problema ecológico y destruyendo otros Estados deliberada o accidentalmente. No hace falta ningún argumento convincente para que se considere una cuestión de vida o muerte, tal y como muestra el ejemplo nazi, tan sólo una convicción momentánea de que una acción drástica es necesaria para conservar un estilo de vida.

Parece razonable preocuparse por el hecho de que el segundo significado del término Lebensraum, que concibe el territorio de otras personas como hábitat, siga latente. En gran parte del planeta, el sentido predominante del tiempo se parece cada vez más, en algunos aspectos, al catastrofismo de la época de Hitler. Durante la segunda mitad del siglo XX -las décadas de la revolución verde-, el futuro se dibujaba como un regalo que pronto recibiríamos. Las dos ideologías enfrentadas, el capitalismo y el comunismo, prometían una recompensa próxima y aceptaban el futuro como su terreno de competición. En los planes de las agencias gubernamentales, en los argumentos de las novelas y en los dibujos de los niños se preveía un futuro halagüeño, pero esta sensibilidad parece haber desaparecido. En la cultura de élite, el futuro ahora se aferra a nosotros y viene cargado de complicaciones y crisis, repleto de dilemas y decepciones. En los medios de comunicación vernáculos -cine, videojuegos y novelas gráficas- el futuro se presenta como poscatastrófico: la naturaleza se venga de forma que la política convencional resulta irrelevante y reduce la sociedad a la lucha y la búsqueda de auxilio, la superficie terrestre se vuelve indómita; los humanos, salvajes, y cualquier cosa puede ocurrir.

El planeta está cambiando de tal forma que las descripciones hitlerianas de vida, espacio y tiempo podrían parecer más verosímiles. El aumento de cuatro grados previsto este siglo para las temperaturas medias globales podría transformar la vida humana en gran parte del planeta. El cambio climático es impredecible, lo que exacerba el problema. Las tendencias actuales pueden inducir a error, ya que habría que tener en cuenta los efectos provocados a su vez por estos cambios: si los casquetes glaciares se desmoronan, el calor del sol será absorbido por el agua del mar en vez de reflejado hacia el espacio; si la tundra siberiana se derrite, brotará metano de la Tierra, lo que retendrá el calor en la atmósfera; si la cuenca del Amazonas se ve despojada de su jungla, se producirá una emisión masiva de dióxido de carbono.

Cuando parece que se han roto las reglas normales y que se han pulverizado las expectativas, se puede bruñir la sospecha de que alguien (los judíos, por ejemplo) ha desviado de algún modo la naturaleza de su propio cauce. Un problema de escala verdaderamente planetaria, como lo es el cambio climático, requiere obviamente soluciones globales; una aparente solución es definir un enemigo global. El Holocausto se diferenció de otros episodios de asesinatos masivos y limpieza étnica en que la estrategia alemana tenía como objetivo el asesinato de todos los niños, las mujeres y los hombres judíos. La única razón por la que esto era concebible es porque los judíos eran considerados los creadores e instigadores de un orden planetario corrupto. Es posible volver a ver a los judíos como una amenaza universal, tal y como efectivamente son vistos por formaciones políticas cada vez más importantes de Europa, Rusia y Oriente Próximo; lo mismo podría ocurrir con los musulmanes, los homosexuales u otros grupos.

El cambio climático como problema local puede provocar conflictos locales; el cambio climático como crisis global podría plantear la exigencia de víctimas globales. En las dos últimas décadas, el continente africano ha proporcionado algunos indicios sobre cómo serán estos conflictos locales y pistas sobre cómo podrían convertirse en globales. Se trata de un continente de Estados débiles. En condiciones de hundimiento del Estado, las sequías pueden provocar cientos de miles de muertes a causa del hambre, como sucedió en Somalia en 2010.

El cambio climático también puede aumentar la probabilidad de que los africanos encuentren razones ideológicas para matar a otros africanos en épocas de aparente escasez. En el futuro, África podría convertirse también en el escenario de una competición global por la obtención de alimentos, quizás acompañada de justificaciones ideológicas globales.

África formaba parte del pasado colonial alemán cuando Hitler llegó al poder. La conquista de este continente fue la última etapa de la primera globalización de la época en que führer era un niño. Fue en el África subsahariana donde los alemanes y otros europeos volvieron a aprender sus lecciones sobre la raza. Ruanda es un artefacto resultante de la contienda y posterior desbandada de Europa en África en general y en el África alemana oriental en particular. La división de su población en los clanes de los hutus y los tutsis representaba el típico método europeo de gobierno: favorecer a un grupo con el fin de gobernar al otro. No tenía ni mayor ni menor sentido que la idea de que los polacos y los ucranianos pertenecían a una raza distinta que los alemanes, o de que se debía reclutar a los eslavos de los campos de concentración para que colaborasen en la matanza de los judíos. Los africanos de hoy día pueden aplicar, y de hecho aplican, divisiones y fantasías raciales entre sí, igual que hicieron los europeos con los africanos en las décadas de 1880 y 1890, y los europeos con los propios europeos en las décadas de 1930 y 1940.

La masacre en Ruanda sirve como ejemplo de respuesta política a una crisis ecológica a escala nacional. Al agotamiento de la tierra cultivable a final de los ochenta le siguió un descenso de las cosechas en 1993. El Gobierno reconoció que la superpoblación era un problema y comenzó a buscar la forma de exportar su propia población a países vecinos. Se enfrentaba a un rival político asociado con los tutsis cuyos planes de invasión conllevaban la redistribución de valiosas granjas. La medida gubernamental de animar a los hutus a matar a los tutsis en 1994 fue todo un éxito en las zonas con escasez de tierras: la gente que quería tierras denunciaba a sus vecinos. Los perpetradores afirmaban actuar movidos por el deseo de apropiarse de tierras y por el miedo a que otros lo hicieran antes que ellos. Durante la campaña de asesinatos, los hutus no dudaron en matar tutsis, pero cuando ya no quedaban más tutsis, los hutus comenzaron a matar a otros hutus, y a quedarse con sus tierras. En vista de que los tutsis habían sido favorecidos por las potencias coloniales, los hutus que los asesinaron pudieron camuflar su actuación bajo el mito de la liberación colonial. Entre abril y julio de 1994, fueron asesinadas al menos medio millón de personas.

El hambre en Somalia y la masacre en Ruanda son muestras atroces de las posibles consecuencias que el cambio climático puede generar en África. La primera ejemplifica la muerte provocada directamente por el clima, y la segunda, el conflicto racial resultante de la interacción del clima y la creatividad política. Puede que el futuro albergue la tercera y más temible posibilidad: una interacción entre la escasez local y una potencia colonial capaz de extraer alimentos y a la vez exportar ideología global. A pesar de los esfuerzos de los propios africanos por obtener acceso a terrenos cultivables y agua potable, su continente se presenta como la solución a los problemas de seguridad alimentaria de los asiáticos. La combinación de unos derechos de propiedad débiles, unos regímenes corruptos y el hecho de poseer la mitad de los terrenos aún sin cultivar del planeta ha situado a África en el centro de los planes asiáticos de seguridad alimentaria: los Emiratos Árabes y Corea del Sur han intentado hacerse con el control de grandes franjas de Sudán; a estos países se les han unido Japón, Qatar y Arabia Saudí en los esfuerzos constantes por comprar o arrendar terrenos agrícolas; y una empresa de Corea del Sur ha intentado arrendar la mitad de Madagascar.

Tener conciencia de la historia permite reconocer las trampas ideológicas y genera escepticismo sobre las exigencias de acción inmediata porque de repente todo haya cambiado.

En el caso del cambio climático, sabemos lo que puede hacer el Estado para domesticar el pánico y aliarse con el tiempo, sabemos que es más fácil y menos costoso obtener alimento de las plantas que de los animales, sabemos que las mejoras en la productividad agrícola siguen adelante y que es posible desalinizar el agua del mar, sabemos que la eficiencia energética es la forma más sencilla de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, sabemos que los gobiernos pueden asignar un precio a la contaminación por dióxido de carbono y pueden comprometerse unos con otros para reducir las futuras emisiones y para revisar mutuamente dichos compromisos; también sabemos que los Gobiernos pueden estimular el desarrollo de las tecnologías energéticas apropiadas: las energías solar y eólica son cada vez más baratas, la energía de fusión, de fisión avanzada, la mareomotriz y los biocombustibles no alimentarios ofrecen una esperanza real de una nueva economía energética. A largo plazo, necesitaremos técnicas para capturar y almacenar el dióxido de carbono de la atmósfera. Todo esto no es sólo concebible, sino factible.

Los Estados deberían invertir en la ciencia para poder contemplar el futuro con serenidad. El estudio del pasado apunta a por qué éste sería un camino acertado. El tiempo respalda el pensamiento, el pensamiento respalda el tiempo; la estructura respalda la pluralidad, y la pluralidad, la estructura.

Timothy Snyder es profesor de Historia en la Universidad de Yale y autor de Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia (que publicará esta semana Galaxia Gutenberg), del cual este ensayo está extraído y adaptado.

Traducción de Irene Oliva Luque.

La popularidad del mal

La curiosidad por lo perverso es la clave principal del inagotable interés público por el nazismo.

por Jacinto Antón

Cuál es el secreto de la permanente actualidad del nazismo? Llevamos 70 años desde el final de la II Guerra Mundial, que dio carpetazo al hitlerismo, y el interés no da señales de agotarse. Más bien al contrario (aunque sin duda haya gente que se sienta cansada de él). Ensayos, novelas, memorias, películas, documentales, exposiciones y hasta videojuegos siguen recordándonos esa siniestra etapa de la historia, convertida en un todo un filón. Un artículo periodístico con la palabra “nazis” en el titulo inevitablemente estará entre lo más leído. El asunto del tren nazi polaco, sin ir más lejos, ha vuelto a demostrar qué vivo es ese interés público.

Entre las publicaciones recientes más destacables, sin ningún afán de ser exhaustivos, figuran las memorias inéditas de Alfred Rosenberg, una nueva visión sobre el mundo de los campos de concentración (KL, de Nikolaus Wachsmann), un interesantísimo libro del especialista Richard Evans (El Tercer Reich, en la historia y la memoria) que ofrece nuevas perspectivas sobre diferentes aspectos del régimen (la influencia en el modelo colonizador hitleriano en el Este de la conquista del Far West norteamericano vía Karl May) o la nueva novela de Martin Amis (La zona de interés, precisamente), tan incómoda como lo fue en su día Portero de noche, el filme de Liliana Cavani. En el ámbito cinematográfico, por cierto, un filme como The Monuments Men ha popularizado ahora la depredación nazi del patrimonio artístico, un tema también al alza.

Por supuesto, todo eso es solo la punta del iceberg: debajo hay cientos de otras obras -y ciertamente muchos subproductos- que abordan absolutamente cualquier aspecto (real o imaginario) relacionado con el nazismo, aumentando una bibliografía ya inabarcable.

Varias son las claves de ese inagotable interés por los nazis, un interés que va de lo científico y lo más legítimo a lo espurio y morboso (una de las últimas modas es la combinación de nazis y zombis, a sumar a la inacabable fascinación por la estética y la memorabilia nazi, uniformes, armas y complementos que alimentan un mercado que no deja de crecer). El principal motivo que nos lleva a interesarnos por el nazismo, sin duda, es la fascinación por el mal. Los nazis lo encarnan como no lo ha hecho nadie. Ha habido por supuesto otros grandes criminales en la historia -individuales y colectivos- pero la conjunción que ofrece el nazismo de gran galería de mentes perversas y escala de sus maldades es única. Se ha aducido que los crímenes de Stalin, Mao o Pol Pot, por no remontarnos a Gengis Khan, son comparables a los de Hitler y sus secuaces. Pero lo que hace que los nazis jueguen en una división aparte de la perfidia es la atroz particularidad de su programa: la aniquilación de millones de seres humanos simplemente por motivos raciales. Y el método industrial con que acometieron ese objetivo. El Holocausto, expresión máxima de la maldad hitleriana, está indudablemente en el centro de nuestro interés por el nazismo.

Otro motivo de ese interés es que en buena parte -y especialmente sus mayores horrores y violencias- el nazismo se desarrolla en un marco que apasiona tanto como II Guerra Mundial. Esa contienda, la mayor que ha visto la humanidad, y el nazismo se retroalimentan para estimular la fascinación de la gente. Muchos libros sobre el nazismo lo son sobre la guerra y al revés. La II Guerra Mundial no es solo la mayor sino también la más nítida (con sus conocidos límites) en cuanto a opciones morales. Nunca -precisamente por el nazismo- ha habido una guerra en la que se pudiera dividir tan claramente entre buenos y malos (de nuevo con todas las excepciones).

El nazismo nos obliga como pocos otros fenómenos en la historia a preguntarnos qué hubiéramos hecho nosotros de vivir aquellos tiempos, en la misma Alemania o fuera de ella. ¿Nos habríamos enfrentado al mal o habríamos contemporizado o transigido? ¿Habríamos sido valientes o cobardes? Incluso: ¿víctimas o verdugos?

La actualidad invita asimismo a revisitar el nazismo. Los extremismos en Grecia y Hungría, el movimiento Pegida alemán, determinadas reacciones de otros sectores a la llegada de emigrantes… De manera polémica también se ha aludido al nazismo para descalificar el independentismo catalán.

Por supuesto hay otra razón de bulto para que el nazismo no deje de interesar: hay mucho aún que discurrir y averiguar. Nos faltan elementos para esclarecer del todo el proceso de toma de decisiones que llevó a la Solución Final. Los propios historiadores -Timothy Snyder y Evans, sin ir más lejos- se muestran en desacuerdo y polemizan sobre asuntos clave. Se producen también revelaciones sorprendentes. Por ejemplo la de que los planes hitlerianos para el Este, de llevarse a cabo, hubieran supuesto la muerte de cerca de 40 millones de eslavos en esas “tierras de sangre”, por usar la expresión de Snyder.

Nos interesa el nazismo, en fin, no solo por lo que fue, sino por lo que pudo haber sido.

Hitler tiene futuro

La llegada de centenares de miles de refugiados a Europa permite certificar la certeza de las teorías de Snyder, autor de "Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia".

por Lluís Bassets

Muchos son los historiadores que han indagado sobre el exterminio de los judíos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial, pero ninguno hasta ahora había estudiado el Holocausto como una posibilidad de futuro, es decir, como una advertencia. Es evidente la apelación moral -¡nunca más!- que siempre ha sugerido aquel genocidio organizado por el régimen nacionalsocialista alemán, pero el historiador estadounidense Timothy Snyder ha dado un paso más al convertirla en el estudio de las posibilidades materiales en que se podrían repetir en el futuro matanzas masivas como las que sufrió una parte de la población europea hace algo más de 70 años.

Su libro Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia sale en un momento especialmente oportuno, cuando Europa se enfrenta a la llegada de centenares de miles de refugiados a Europa, procedentes principalmente de Oriente Próximo, un acontecimiento que permite en buena medida verificar el grado de certeza de sus teorías. En su caso, la tarea del historiador -interpretar el pasado para mejor comprender el presente- adquiere una dimensión casi profética al convertirse además en una severa advertencia para el futuro.

Los genocidios no surgen por generación espontánea como una súbita erupción del mal en el mundo, sino que hay condiciones objetivas que los favorecen. La más evidente de todas, por paradójica que pueda parecer, es la debilidad o la retirada del Estado de los territorios sobre los que pende la amenaza. Snyder ha invertido el lugar común del Holocausto como el trabajo planificado de la maquinaria burocrática de un Estado totalitario alemán para describirlo como la acción desencadenada por una ideología criminal allí donde las poblaciones no cuentan con la protección del Estado y de la ley.

Una parte de aquellas condiciones se producen ahora, cuando 60 millones de personas, según cifras de Naciones Unidas, vagan de frontera en frontera huyendo de las matanzas, las guerras civiles y los regímenes totalitarios, y muchos de ellos dejan sus vidas cuando intentan alcanzar los países que puedan proporcionarles el asilo. Nada les hace más vulnerables como los territorios sin ley, donde el Estado se ha apartado, ha sido destruido o se ha convertido en una estructura fallida y sin efectividad, tal como Snyder pudo estudiar y cuantificar comparativamente respecto a las matanzas de judíos en el conjunto de Europa.

En el corazón del monstruo totalitario nazi o en los países de Europa occidental ocupados, como Francia o Países Bajos, los judíos contaban con una tenue protección que no existía en los países bálticos, en Polonia o en la Unión Soviética ocupada por los alemanes, donde reinaba la simple y brutal ley de la selva. Las mayores matanzas y el exterminio en masa de Auschwitz se produjeron en la Europa oriental, donde los Estados habían sido arrasados, en algunos casos dos veces, primero por Stalin y después por Hitler, y las víctimas eran los judíos que habían sido totalmente desposeídos de sus derechos por expulsión de sus países o por la desaparición de los Estados.

La advertencia de Snyder se centra, naturalmente, en las condiciones políticas para que pueda producirse de nuevo un genocidio, pero también apela a las conciencias individuales. “Si se destruyesen los Estados, se corrompiesen las instituciones locales y los incentivos económicos se encaminasen hacia el asesinato, pocos de nosotros mostraríamos un comportamiento ejemplar”, asegura. Ni somos “éticamente superiores a los europeos de los años 30 y 40” ni somos “menos vulnerables al tipo de ideas que Hitler promulgó e hizo realidad con tanto éxito”.

Hay una buena conciencia europea que ha cosificado el Holocausto hasta inutilizarlo. Hitler es la barra de platino iridiado del mal absoluto, el equivalente del metro que se conserva en el museo de pesos y medidas de París. La comparación con Hitler es una trivialidad en los debates digitales que ha sido objeto incluso de humorísticas fórmulas matemáticas. Comparar a alguien con el führer, la reductio ah hitlerum, es un ejercicio que se vuelve contra quien lo usa: solo quien tiene simpatía con los nazis puede trivializar el mal absoluto que fue el nazismo. El Hitler de la cultura popular tiene algo del Satanás medieval. Situado en un nivel insuperable de la perversión, su invocación tiene poderes absolutorios o al menos relativizadores sobre quienes ejercen el mal contemporáneo.

Todo esto no es casualidad ni pertenece únicamente a la cultura popular de Europa occidental, sino que tiene en Europa oriental una presencia especial que Snyder, buen conocedor y estudioso de Rusia y Ucrania, también ha sabido localizar y denunciar. Hay un mito del antifascismo soviético, construido sobre un monopolio de la virtud y el control de la memoria, que contrasta directamente con las matanzas de civiles, judíos y no judíos, perpetradas por el Ejército Rojo en la Polonia ocupada y después en los territorios en disputa con la Wehrmacht. Además de absolver a los soviéticos de sus crímenes de entonces, el mito del antifascismo se proyecta en la actualidad, en Ucrania por ejemplo, mediante una inversión que convierte a Estados Unidos, Israel y la Unión Europea en el nuevo avatar del nazismo combatido por Vladímir Putin.

No es esta la más inquietante de las advertencias. Según Snyder, el miedo contemporáneo a las catástrofes ecológicas, sobradamente fundamentado en el calentamiento global o en la evolución demográfica del planeta, da una nueva verosimilitud a las ideas hitlerianas sobre la lucha por la vida alentada por “demagogos de la sangre y de la tierra”. Hitler tiene futuro.

Fuentes:
Timothy Snyder, Las lecciones del Holocausto, 11/10/15, El País. Consultado 11/10/15.
Jacinto Antón, La popularidad del mal, 11/10/15, El País. Consultado 11/10/15.
Lluís Bassets, Hitler tiene futuro, 10/10/15, El País. Consultado 11/10/15.

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