martes, 27 de septiembre de 2016

La muerte en vida de Ayotzinapa


Un estudiante en coma, un perseguido por el narco y la escuela normalista: tres escenas para entender la tragedia de Iguala.

por Jan Martínez Ahrens

Aldo Gutiérrez Solano lleva dos años en coma. Nicolás Mendoza Villa nunca ha dejado de huir. Y los alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa siguen esperando reencontrarse con sus compañeros desaparecidos. Son tres historias de Iguala y su tragedia. En todas ellas, la vida y la muerte se han dado la mano.

Aldo no ríe ni llora
Fue el primero de los normalistas en caer. Una bala le atravesó la frente de izquierda a derecha y su cráneo estalló. Pero no murió; tampoco sobrevivió. Aldo Gutiérrez Solano simplemente abandonó el mundo que habitaba, el fútbol y los caballos, y quedó atrapado en la larga noche de Iguala.

Han pasado dos años y Aldo reposa en la cama 347 del Instituto Nacional de Rehabilitación, en la Ciudad de México. Las sábanas muy blancas y el rostro brillante. Aunque respira por sí mismo, le alimentan con una sonda gástrica y apenas reacciona a los estímulos exteriores. No habla, no escucha, no ríe, no llora.

Su familia, campesinos de Ayutla de los Libres, se encarga de cuidarle. Se sientan a su lado, le acarician, le comentan cosas. A veces abre los ojos, pero nada más ocurre en su universo vegetal. Está en coma.

Su padre, Leonel, no lo puede perdonar. “Le disparó la Policía Municipal de Iguala y luego impidieron durante 40 minutos que lo recogiera la ambulancia; y en el hospital ni siquiera le atendieron como es debido: cuando llegué a mediodía, aún estaba en un pasillo”, se lamenta.

Tras dos años en estado vegetativo, se han registrado unos pocos avances. Aldo ha engordado y la familia ha descubierto un hilo del que tirar. Los olores. Le llevan el cacao y la vainilla que tanto le gustaban, y el chaval, que ya tiene 21 años, abre los ojos y mastica en el vacío. Cuando eso sucede, su hermana Gloriluz sale al pasillo a llorar. Lo hace fuera, dice, para que Aldo no se dé cuenta.

Aquí la muerte no existe
Hay un lugar en México donde la muerte dejó de existir. Es la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, en Ayotzinapa. Desde que hace dos años desaparecieron 43 de sus estudiantes, el recinto ha cerrado sus puertas a la duda: para los que habitan dentro, no ha muerto ningún normalista.

- Siguen vivos, todo lo demás son mentiras, afirma Eliazar, de 19 años.

- ¿Y dónde están?

- Encerrados en un cuartel clandestino del Ejército.

A Eliazar no le importan mucho las resoluciones judiciales que califican las desapariciones de homicidio, ni las confesiones que detallan la matanza. Ni siquiera la identificación genética de los restos de uno de los normalistas le vale. Para él, como tantos otros, no hay fallecimiento que valga.

- El Estado opresor los tiene retenidos para obtener información.

Julio, de 20 años, piensa igual. Sus compañeros de habitación, tumbados entre mantas y rollos de papel higiénico, callan cuando habla. “Estamos en lucha y siempre lo estaremos, por eso tienen secuestrados a nuestros compañeros”, sentencia.

En el cuarto de Julio duermen nueve alumnos. Es un espacio oscuro, de unos 15 metros cuadrados, sin ventanas ni camas pero repleto de pintadas. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, dice una. Casi todos sus ocupantes son hijos de campesinos pobres. Están orgullosos de estudiar para maestro rural. Han conocido el hambre y no están dispuestos a renunciar a los ideales del colectivo normalista, uno de los grandes semilleros de la izquierda radical mexicanos. Los dibujos del Che lo atestiguan. Asoman por doquier. En la habitación y fuera de ella. Aindiado, cubista, en blanco y negro o en los colores del pavo real, los retratos del revolucionario ocupan desde hace años en Ayotzinapa el espacio dejado por la duda.

La pesadilla sigue en Iguala
Nicolás Mendoza Villa nunca regresará a Iguala. Allí le espera la muerte. Hace tres años, maniatado y torturado, este chófer vio cómo el entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca, mataba de un tiro en la cabeza a su rival político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de un movimiento campesino. Cuando le llegó el turno a él, pudo escapar y denunciar el asesinato. Aquel crimen fue el antecedente de la matanza de Iguala, pero las autoridades no actuaron. Abarca, un peón del narco, siguió imponiendo su ley. Y la impunidad creció hasta acabar en la barbarie. Fue entonces cuando el caso de Mendoza saltó momentáneamente a la luz. Amparado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, llegó a tener escolta. Pero pronto la perdió.

Ahora, fugitivo en su propia tierra, cada mañana se despierta pensando que lo van a liquidar. “El alcalde de Iguala estará encarcelado, pero él aún tiene el mando”, dice. Su antigua casa ha sido saqueada, ha recibido amenazas de muerte y se ha sentido espiado. Y por si albergaba alguna duda, a su hermano lo secuestraron hace un año y le enterraron de seis balazos. Su error: quedarse en Iguala.

Mendoza no pudo ir a su entierro. Como tampoco se puede mover libremente por el país. Casado y con cuatro hijos ha buscado refugio en el laberinto de la Ciudad de México. Pero vive en una permanente cuenta atrás. “Lo llevo mal, he visto lo que ha pasado, las muertes a machetazos y tiros, y no tengo dudas sobre lo que pueden hacer, que nadie se equivoque, a los normalistas los mataron, igual que a tantos otros, por orden de Abarca”, afirma. Está sentado en una mesa de una cafetería de los suburbios. Ha pedido café con leche y pan dulce. Come sin demasiadas ganas. Sabe que en algún momento le llamarán a declarar y tendrá que enfrentarse otra vez cara a cara a Abarca. “Esto no terminará nunca”, musita. Luego se despide y se pierde entre la multitud.

Fuente:
Jan Martínez Ahrens, La muerte en vida de Ayotzinapa, 26/09/16, El País. Consultado 27/09/16.

No hay comentarios:

Publicar un comentario